JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN
Junto a los grandes nombres de la edad de plata de la cultura
española, la que abarca el primer tercio del siglo XX, hubo otros
menores, pero en absoluto desdeñables, que contribuyeron a su esplendor.
Uno de ellos fue Máximo José Kahn, colaborador del diario El Sol, de La
Gaceta Literaria, de la Revista de Occidente, amigo en el exilio
americano de Rosa Chacel y de Juan Gil-Albert, convertido hoy en poco
más que un nombre en un índice. Mario Martín Gijón, uno de los más
rigurosos e inteligentes investigadores jóvenes, lo rescata ahora de la
sombra en un volumen bien documentado y minucioso quizá hasta el exceso.
De Máximo José Kahn interesa tanto el personaje como la obra.
Había nacido en Alemania, en 1897, y su verdadero nombre era Maximilian
Josef Kahn. De familia judía, pero alejada de la ortodoxia y muy
integrada en la cultura alemana, estudió en Berlín. Le afectó
profundamente la derrota de Alemania en la Gran Guerra, aunque no tanto
como a su hermano, que no pudo soportarla y acabó suicidándose. En 1921,
para huir de las consecuencias de la catástrofe, se trasladó a España.
Fue en España donde se inventó una nueva identidad judía. Su familia era
asquenazí (Kahn es la germanización de Cohen), pero él se identificó
con la cultura sefardita hasta el punto de inventarse otros orígenes.
Contaba, según refiere Juan Gil-Albert, que su apellido no era otro que
el Cano español y sus ascendientes procedían de Asturias. Acabó fijando
su residencia en Toledo y convirtiéndose en el mayor valedor de la rama
sefardí de los judíos, a los que considera parte esencial de la cultura
española. Llega a afirmar que «ibero» y «hebreo» tienen el mismo origen,
que el cante hondo procede de los cantos religiosos judíos, que «la
guasa sefardita» es idéntica a la andaluza (la contrapone «al chiste
azquenasita»).
Pero más importante que esa peculiar recreación de su identidad
judía («también la verdad se inventa», diría Machado), fue la labor
realizada por Kahn, durante los años veinte y primeros treinta, como
intermediario entre la literatura alemana y española. Escritor
perfectamente bilingüe, dio puntual noticia a los lectores de cada uno
de esos países de las novedades que se estaban produciendo en el otro.
La llegada del nazismo interrumpiría esa labor.
Durante la guerra civil, cumpliría uno de sus sueños: fue
nombrado cónsul de la República en Salónica, quizá la ciudad donde la
cultura sefardita había alcanzado su mayor desarrollo, aunque desde la
incorporación a Grecia, en 1910, había comenzado a decaer. Menos de una
década después de su llegada, los judíos de Salónica serían casi
íntegramente exterminados.
Tras la derrota, vinieron los campos de concentración, el exilio
a México y luego a Argentina. Poco a poco, Kahn se iría sintiendo menos
español y más judío. En Argentina casi dejó de relacionarse con los
exiliados republicanos para integrarse en la comunidad judía, tan
pujante en aquel país.
Cuando tuvo conocimiento cabal de la barbarie del Holocausto, se
convirtió en otra persona; dejó de lado sus inventadas veleidades
sefarditas, dejó de considerarse alemán y español y quiso ser solo
judío, un judío ortodoxo, sin contagios reformistas ni asimilacionistas:
«Fue el judaísmo el que dio a los hombres su mejor libro, su mejor ley,
su mejor poesía, su mejor amor, su mejor ritmo vital y su mejor dios:
Dios».
En contundentes aforismos fue expresando Kahn su nueva
concepción del judaísmo, tan diferente de la que había defendido en su
etapa española: «Ni el socialismo ni el anarquismo ni ninguna otra
tendencia política pueden hacer al judío más justiciero, socialmente,
que la justicia decalogal», «Cada uno de nosotros puede tener que morir
mañana por judío. ¿No sería grotesco que tuviera que sufrir como mártir
de una causa que no defendió?», «En este mundo sufrimos porque somos
judíos. En el otro mundo sufriremos porque no fuimos judíos». El
escritor deja de hablar a todos para dirigirse solo a los miembros de su
credo.
El radicalismo cada vez mayor de Kahn acabó distanciándole de la
propia comunidad judía argentina. De hecho, su último libro, Arte y
torá, que dejó listo para su publicación en 1953, el mismo año de su
muerte, todavía permanece inédito y durante un tiempo estuvo perdido.
Mario Martín Gijón se ocupa detalladamente no solo de las dos
novelas, los dos libros de ensayo y la traducción de Jehudá Haleví, en
colaboración con Gil-Albert, que Kahn llegó a publicar, también lo hace
de sus artículos dispersos y de su obra inédita. Resulta fatigosa, y
quizá inútil, tanta demorada atención a unos textos que el lector
difícilmente tendrá ocasión de conocer.
Quizá la investigación aniversaria, al ocuparse de autores
contemporáneos, equivoca sus objetivos. No se trata de fatigar archivos y
hemerotecas para acumular cuantos más datos mejor sobre un escritor
olvidado; antes habría que preocuparse de poner al alcance de los
lectores lo que se considera válido de su obra. Si es que hay en ella
algo válido, porque el tiempo inmisericorde hace que la mayoría de los
escritores olvidados estén muy justamente olvidados.
¿Merece una reedición la novela, de peculiar erotismo, Año de
noches? ¿Es Efraín de Atenas algo más que un costumbrista y proustiano
compendio de vida judía? Tras leer a Mario Martín Gijón, minuciosamente
imparcial, implacablemente exhaustivo, no acabamos de saber si Máximo
José Kahn merece ser rescatado del olvido como un escritor de obra
todavía viva o solo como un personaje menor de una época mayor de la
literatura española.